Leí este libro en el instituto, cuando estaba en Bachillerato. De aquella época recuerdo con desagrado casi todas las lecturas obligadas, aunque de algunas de ellas a duras penas recuerdo trozos del argumento. Nunca he sido buena en las cosas que tenía que hacer por imposición, y la lectura no era una excepción. Sin embargo, con los años he aprendido que hay un momento para cada cosa, y puede ser muy diferente la impresión de un libro cuando tiempo después lo lees por elección.
Recordaba vagamente el argumento de esta novela, pero todavía andaba rodando por mi casa (que no me entusiasmara no quiere decir que no siga siendo un clásico y posiblemente incluso una futura lectura obligada para mis hijos, así que ahí la tengo). Este año me he puesto como objetivo ampliar mis lecturas a clásicos y a otros géneros fuera de mis favoritos, y también releer algunos que en su momento no acabaron de llenarme pero creo que merecen otra oportunidad. Y este ha sido uno de esos casos.
SINOPSIS:
Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel se enciende y arde. Guy Montag es un bombero y el trabajo de un bombero es quemar libros, que están prohibidos porque son causa de discordia y sufrimiento.El Sabueso Mecánico del Departamento de Incendios, armado con una letal inyección hipodérmica, escoltado por helicópteros, está preparado para rastrear a los disidentes que aún conservan y leen libros. Como 1984, de George Orwell, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 describe una civilización occidental esclavizada por los medios, los tranquilizantes y el conformismo.La visión de Bradbury es asombrosamente profética: pantallas de televisión que ocupan paredes y exhiben folletines interactivos; avenidas donde los coches corren a 150 kilómetros por hora persiguiendo a peatones; una población que no escucha otra cosa que una insípida corriente de música y noticias transmitidas por unos diminutos auriculares insertados en las orejas.
«Fahrenheit 451 es el más convincente de todos los infiernos conformistas.» KINGSLEY AMIS
* * *
Me sorprendió desde el principio su prosa, más ágil de lo que había esperado (¡Ay, qué malos son los prejuicios! ¿Verdad?). En pocas páginas conocemos al protagonista, y sus circunstancias. Vive en un futuro distópico, en el que los bomberos ya no apagan incendios, sino que los provocan para quemar libros. Y los libros se queman porque son ilegales: hacen que la gente piense, se cuestione cosas y despierte de esa falsa felicidad arropada en la ignorancia que tanto le ha costado crear a la sociedad.
Su vecina adolescente, Clarisse, pone su vida patas arriba antes de que pueda darse cuenta. Más adelante vemos que Guy ya estaba tocado, ya dudaba de que su mundo perfecto lo fuera en realidad, pero ella le abre los ojos. La desaparición de la chica desencadena la catástrofe.
Guy se enfrenta a una sociedad que aturde con imágenes, colores, velocidad y ruido para evitar la reflexión, las conversaciones profundas y todo aquello que se salga de la norma. Se juega la vida al atreverse a poner en jaque la vacía e insulsa perfección del sistema.
Asusta pensar cuánto de nuestra propia realidad hay esa sociedad distópica. Cuánto ruido, cuánta distracción vacía para evitar que la gente piense demasiado, cuánto conformismo y cuánta manipulación.
No es una novela extensa y se lee rápido, pero sobre todo me ha empujado a terminarla el ansia por saber en qué quedaría todo, cómo conseguiría Guy salir del lío en que se había metido. Y como conseguiría esa sociedad podrida salir del infierno que ella misma había creado y recuperar los libros, esos que nos enseñan más allá de las palabras, que nos traen el pasado, el mundo en toda su extensión, el fondo de nuestra mente y hasta el posible futuro.
Me alegro de haberle dado una segunda oportunidad, porque la merecía, me ha gustado mucho.
Y tal vez no sea una idea del todo buena obligar a los adolescentes a leerla en el instituto (a mí no me sirvió de mucho), pero ya he sembrado la curiosidad en mi hijo contándole por encima la trama con la esperanza de que decida leerla por sí mismo
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